El "fantastique" británico ajeno a la Hammer (y III. La Charlemagne y la Tyburn)
Archivado en: Inéditos cine, el fantastique británico
(viene de la entrada de 8 de febrero de 2020)
Antes de que los endemoniados se enseñoreasen del cine de miedo tras el éxito de El exorcista (William Friedkin, 1973), cabe un último apunte sobre ese ocaso de las monstruosidades clásicas -Drácula, la abominación de Frankenstein y el licántropo, ¡el triunvirato de la Universal!- que resultó ser el fantastique británico de los años 60. Dicho apunte es el dedicado a la Charlemagne y la Tyburn. Dos empresas pequeñas, aunque muy inspiradas a la hora de producir.
Fundada por Christopher Lee, que al parecer aseguraba que sus orígenes aristocráticos se remontaban hasta el mismo Carlomagno, la actividad de la Charlemagne se reduce únicamente a una cinta de 1973, Noche infernal, pero es sumamente representativa del otoño de esa edad dorada del cine fantástico británico a la que nos referimos. Así, de que el brillante canto del cisne de ese fantastique británico que nos ocupa está presidido por la Hammer, viene a dar fe la insistencia con la que todas las productoras que lo protagonizan, cada una con sus propias características, inciden en contratar a los mismos actores y técnicos del modelo a imitar.
La Charlemagne sólo estrena una película, pero es bastante para caer en esta constante con largueza. Dejando a un lado el hecho de que Lee es el Drácula por excelencia de la Hammer -como Bela Lugosi lo fue de la Universal- hay que hacer notar el hecho de que Peter Sasdy, el realizador de Noche infernal, antes lo había sido de El poder de la sangre de Drácula (1970), Condesa Drácula (1971) y Las manos del destripador (1971), tres de los últimos Hammer's Horrors más recordados. Además de Sasdy y el propio Lee -quien se reserva el papel protagonista-, también intervienen en Noche infernal actores tan hammerianos como Peter Cushing, el Van Helsing por excelencia del estudio que marca el modelo a seguir. De allí también procede el músico Malcolm Williamson, responsable de las partituras de Las novias de Drácula (Terence Fisher, 1960), Concierto inacabado (Alan Gibson, 1970) y El horror de Frankenstein (Jimmy Sangster, 1970). Les Bowie, cuyos orígenes como técnico de efectos especiales se remontan a las primeras realizaciones del gran Fisher -Extraño suceso (1950)-, y su filmografía pasa por hitos de la Hammer como El experimento del doctor Quatermass (Val Guest, 1955), Drácula (Terence Fisher, 1958) o Éstos son los condenados (Joseph Losey, 1962), también acude a la llamada de la Charlemagne antes de ser reclamado para los efectos visuales de La guerra de las galaxias (George Lucas, 1977) y Superman (Richard Donner, 1978), últimos títulos de su carrera. En fin, incluso Anthony Nelson Keys, uno de los productores señeros de la Hammer, disconforme con el nuevo rumbo tomado por el estudio pone punto final a su filmografía en Noche infernal.
Con todo, vista cuarenta y tantos años después, Noche infernal -sobre las extrañas muertes de varios responsables de una fundación que habrán de resolverse mediante el magnetismo- resulta más próxima a la ciencia ficción que el gran Terence Fisher dirige a finales de los 60 para Planet Films -S.O.S.: el mundo en peligro (1966), Radiaciones en la noche (1967)- que a las producciones de la Hammer. En el bien entendido, hay que insistir, de que todo el cine que nos ocupa está tan fuertemente mediatizado por la impronta hammeriana como por esa estética del swinging London que nos es tan querida por ser la de la modernidad de nuestra infancia.
Tan solo seis cintas
Algo mayor que la de la Charlemagne, aunque no mucho, la actividad de la Tyburn abarca media docena de títulos. Los comentaristas al uso suelen destacar El terror de Sheba (Don Chaffey, 1974), por estar protagonizado por una otoñal Lana Tuner. Y también por situarse en la estela de ese subgénero del terror psicológico que gira en torno a la anciana perversa y tuvo en Bette Davis su prototipo y en Robert Aldrich su mejor realizador: ¿Qué fue de Baby Jane? (1962), Canción de cuna para un cadáver (1964); y ya en Europa y en la queridísima Hammer Films, A merced del odio (Seth Holt, 1965).
Puestos a hablar de la Tyburn, para honrarla hay que recordar los dos títulos que en el 75 dirigió para la casa el gran Freddie Francis. Al igual que Rudolph Maté, quien desarrolló una carrera como realizador -Cuando los mundos chocan (1951), El guantelete verde (1952), El león de Esparta (1962)...- tan excelente como la llevada a cabo como director de fotografía -Vampyr (Carl T. Dreyer, 1932), Enviado especial (Alfred Hitchcock, 1940), Ser o no ser (Ernest Lubitsch, 1942)-, Francis fue igualmente excelso iluminando para otros -Sábado noche, domingo mañana (Karel Reisz, 1960), Suspense (Jack Clayton, 1961), El hombre elefante (David Lynch, 1980)- que desempeñándose como realizador de su propia obra. Si bien en el segundo caso, debe considerársele el artífice de una buena parte del fantastique británico. Tanto dentro de la Hammer -El abismo del miedo (1964), La maldad de Frankenstein (1964), Drácula vuelve de la tumba (1968)- como de la Amicus -La maldición de la calavera (1965), Torture Garden (1967), Condenados de ultratumba (1967)-, Francis es el responsable de algunos de los títulos más sobresalientes del estudio. Para la Tigon dirige El esqueleto prehistórico (1973) y, ya para la Tyburn, firma las dos mejores cintas del estudio.
El necrófago (1975), la primera de ellas, versa sobre un apetito abominable. Basada en un guión de Anthony Hinds, uno de los libretistas y productores habituales de la Hammer -que aquí también aparece acreditado bajo su seudónimo habitual: John Elder-, El necrófago debe enmarcarse en cierta mirada "retro", que se decía entonces a la vuelta a la estética de los años 20. Tanto es así que la cinta arranca con unos jóvenes, desahogados y muy dinámicos, bailando alegremente el Charleston. En un momento dado, Daphne -incorporada por Verónica Carlson, hammerette inequívoca- abandona la fiesta yendo a parar en la mansión del doctor Lawrence (Cushing), un antiguo colono que ha vuelto de la India con su hijo presa de una maldición que le obliga a comer cadáveres. Huelga decir que semejante abominación se da a entender, no como en las películas italianas de caníbales que pocos años después se convertirían en la mayor vergüenza de una de las mejores cinematografías del mundo. Más que como un precedente de semejantes atrocidades, El necrófago se descubre en la huella de El reptil (John Gillin, 1967), también sobre un antiguo doctor en las colonias que vuelve a la metrópoli. En este caso es la hija, Anna Franklyn (Jacqueline Pearce), quien arrastra una maldición terrible. No hay lugar a dudas: Hinds se imita a sí mismo. Loque no quita para que, en ambos casos, estemos hablando de películas sumamente recomendables.
Como también lo es La leyenda de la bestia (1975), segunda cinta del gran Francis para la Tyburn. En este caso, salvo error u omisión, estamos ante el segundo licántropo de todo el cine fantástico británico en el periodo que nos ocupa. No cabe duda, el hombre lobo se prodiga mucho menos que el vampiro y la abominación de Frankenstein. Pero cuando lo hace, el acierto es supremo. La maldición del hombre lobo (Terence Fisher, 1961), la historia de la primera de estas bestias, está ambientada en esa España dieciochesca que, a consecuencia de su papismo, tanto -y siempre tan injustamente- gusta condenar la narrativa de miedo anglosajona. Creemos recordar que a Fisher se le va menos la mano en este sentido.
Etoile (David Rintoul), el licántropo de Francis, vive su fatal peripecia en la Francia decimonónica. Tras ser criado en un circo, acaba empleado como guarda en un zoológico. Enamorado de una prostituta, como el Larry Talbot (Lon Chaney jr.) de la Universal, luchará por vencer la maldición -que le convierte en la bestia hirsuta y de terrible apetito- y así poder amar -y redimir a su vez de su triste destino- a Christine (Lynn Dalby), la meretriz por la que suspira en vano. Basta el empleo de la chica para demostrarnos que La leyenda de la bestia es una de las cintas más adultas -si se nos permite la expresión- dentro del conjunto general de la licantropía hasta entonces, un género -recuérdese- que tiene uno de sus orígenes en Caperucita roja (1697), acaso el más celebre de los cuentos que Perrault recogiera de las antiguas tradiciones orales europeas.
Lástima que los endemoniados acabasen poniendo fin al fantastique británico. Antes de terminar nuestra evocación de aquellos títulos, permítasenos citar esas cintas del periodo inglés de Vincent Price que, aunque de producción estadounidense, tocan tan de cerca a las que nos ocupan. No son otras que el díptico del doctor Phibes, que Robert Fuest realiza entre el 71 y el 72, y ha quedado como el mejor ejemplo de esa mirada retro antes referida, y Matar o no matar, éste es el problema (Douglas Hickox, 1973). Todo es dicha para el aficionado, todo epifanía.
Publicado el 23 de junio de 2020 a las 11:45.